Anhelo el optimismo.
Ese optimismo que cuando pequeña se reflejaba en mis grandes ojos café. Comenzando por el contacto con las ranitas en Palenque que se colaban en la casa de mi abuela buscando un resguardo húmedo y 'seguro'.
Recuerdo bien mis días allí.
Había un árbol grande, justo en la casa de al lado, donde mi padre colgaba un columpio atado de cabuyas a la rama más fuerte.
La rama no lograba contener tanto peso y sin embargo el árbol sólo se tambaleaba, jamás caía. Creo que es posible que sea un árbol sin haberlo notado.
Me sentaba en aquella tabla de madera y me mecía, mirando al cielo y escuchando los sonidos del campo...Éramos el infinito y yo.
Entre mis divagaciones hablaba conmigo misma en voz alta; es una costumbre que aún está conmigo. Luego y no sé si esto le suceda a alguien más, inventaba historias, las narraba en voz bajita e interpretaba a cada personaje, mientras daba vueltas intentando marearme. Creyendo que la rapidez de aquellos giros y su terminación abrupta, daría a la historia un toque de dramatismo...Quería llegar a la cumbre.
Solíamos quedar en las noches con mi hermanita a ver las estrellas e ingenuamente divisar OVNIS y estrellas fugaces. Me sentía tan pequeña en aquellos momentos. Ahora me lo repito cada día.
En las tardes junto a una prima, jugábamos con muñecas que dibujábamos de papel, fue una simple ocurrencia bastante ingeniosa para los momentos de lluvia en el lugar. Era un carnaval creativo que ni siquiera comprendíamos. Éramos nosotras, imaginando y en un proceso de creación asombroso para niñas de tan corta edad. Era de esas cosas que no tienen espacio en un colegio o alguna institución de educación.
Las noches tenían una luna preciosa, los grillos desesperados como violines ardientes, hacían sus sonidos de apareamiento y yo, completamente asustada, huía de los pequeños bichos que se aglomeraban al rededor de cualquier fuente de luz que se encontraran en el camino.
Llevaba cuadernos, donde relataba historias de amor entre personajes heroicos, pero cual George R. R. Martin, gustaba de asesinarlos de forma repentina y muy dolorosa a mi parecer. Era plácido derrumbar todo ese cariño para dar paso a frías venganzas. ¡Vivan esas ideas negacionistas del amor a los 10 años! Desearía poder tenerlas aún, para no caer ilusa ante mis fantasiosas historias que nunca llegan, porque en la soledad he terminado encontrando la compañía cada vez que un pedazo de mí se pulveriza.
Quiero esconderme de ese pesimismo.
Ese pesimismo que lloraba la muerte de las ranitas en su hábitat, porque para mí era devastador que tales seres solo fueran una 'parte más' de la cadena.

La sensación de que aquel árbol caería pronto por mi peso, que era excesivo para una pequeña de mi edad. Ya que de las tres niñas que viajábamos, era conmigo, con quien más peso se aguantaba.
El cielo moviéndose, un tanto más lento que mis vueltas en el columpio. Con la gran diferencia de que aquel giro, es el que nos pasa la cuenta de cobra y reajusta todo con la vejez, ese estado que considero miserable para cualquier ser vivo.
Las lágrimas que se escurrían en mis cachetes inmensos, por no saber cómo darle un buen final a las historias. Por siempre destacar aquel papel del villano creado por causalidad, mas no nacido así e identificarme con él.
Mi preocupación de ser tan pequeña y que ni siquiera las personas más cercanas notaran mi presencia. Las veces que fui despreciada en el colegio y lo mucho que me costaba admitir que en parte era mi culpa, porque no sabía lo que hacía, pero por otra parte, la culpa de una sociedad en la que los niños son educados para ser crueles con quien representa una diferencia.
Los cuerpos que envidiaba de cada muñequita que dibujaba, con sus largas cabelleras y cuerpos estilizados. Tan diferentes a mi ombligo salido y mi cabello negro con corte parejo, mi sonrisa de dientes torcidos y de castorcito. Sus ropas a la medida.
En secreto, debajo de las sábanas, tocaba mi barriga y la movía de un lado al otro y por ese entonces pedía a mi amigo imaginario que me ayudara a que aquel aspecto no fuera igual el día siguiente.
La alegría de ver arder bichos en el fuego. Sintiéndolo como una compensación a mis miedos. Y ellos realmente con ninguna culpa ya que nosotros éramos allí los invasores.
Las ideas de querer destruir todas esas historias de amor, por estar completamente convencida de que nunca me pasaría cosa tal como enamorarme y menos que alguien llegase a enamorarse de mí, con mi aspecto y forma de ser tan extraños en esta tierra. Mi gusto renegante de las muestras de cariño a las cuales consideraba todas un acto de hipocresía humana. Las palabras que brotaban tan fuertes e insignificantes que se decían las parejas de esposos campesinos, que laboraban todos los días arduamente para mantener un hogar. Y que a espaldas de su pareja poseían hijos de otras madres o padres.
Quisiera poder decir que extraño mis días de niñez, ahora que lucho contra mi yo veintiunañera y la falta de capacidades que borré al olvidar los sueños que rondaban cuando era menor. Pero la verdad es que no extraño esa infancia en absoluto. Extraño una infancia que creé en mi mente, en la cual amaba viajar a ese sitio y era simplemente feliz. Me olvidaba de 'los problemas' que pasaban en una ciudad llamada Bogotá, a tan sólo dos horas de allí... Es eso lo que realmente quisiera que hubiese pasado. Pero con 11 más encima, aún estoy en ese columpio, mezclando mis lágrimas con la lluvia y sin saber como seguir el curso de la historia, mí historia.
Ese optimismo que cuando pequeña se reflejaba en mis grandes ojos café. Comenzando por el contacto con las ranitas en Palenque que se colaban en la casa de mi abuela buscando un resguardo húmedo y 'seguro'.
Recuerdo bien mis días allí. Había un árbol grande, justo en la casa de al lado, donde mi padre colgaba un columpio atado de cabuyas a la rama más fuerte.
La rama no lograba contener tanto peso y sin embargo el árbol sólo se tambaleaba, jamás caía. Creo que es posible que sea un árbol sin haberlo notado.
Me sentaba en aquella tabla de madera y me mecía, mirando al cielo y escuchando los sonidos del campo...Éramos el infinito y yo.
Entre mis divagaciones hablaba conmigo misma en voz alta; es una costumbre que aún está conmigo. Luego y no sé si esto le suceda a alguien más, inventaba historias, las narraba en voz bajita e interpretaba a cada personaje, mientras daba vueltas intentando marearme. Creyendo que la rapidez de aquellos giros y su terminación abrupta, daría a la historia un toque de dramatismo...Quería llegar a la cumbre.
Solíamos quedar en las noches con mi hermanita a ver las estrellas e ingenuamente divisar OVNIS y estrellas fugaces. Me sentía tan pequeña en aquellos momentos. Ahora me lo repito cada día.
En las tardes junto a una prima, jugábamos con muñecas que dibujábamos de papel, fue una simple ocurrencia bastante ingeniosa para los momentos de lluvia en el lugar. Era un carnaval creativo que ni siquiera comprendíamos. Éramos nosotras, imaginando y en un proceso de creación asombroso para niñas de tan corta edad. Era de esas cosas que no tienen espacio en un colegio o alguna institución de educación.
Las noches tenían una luna preciosa, los grillos desesperados como violines ardientes, hacían sus sonidos de apareamiento y yo, completamente asustada, huía de los pequeños bichos que se aglomeraban al rededor de cualquier fuente de luz que se encontraran en el camino.
Llevaba cuadernos, donde relataba historias de amor entre personajes heroicos, pero cual George R. R. Martin, gustaba de asesinarlos de forma repentina y muy dolorosa a mi parecer. Era plácido derrumbar todo ese cariño para dar paso a frías venganzas. ¡Vivan esas ideas negacionistas del amor a los 10 años! Desearía poder tenerlas aún, para no caer ilusa ante mis fantasiosas historias que nunca llegan, porque en la soledad he terminado encontrando la compañía cada vez que un pedazo de mí se pulveriza.
Quiero esconderme de ese pesimismo.
Ese pesimismo que lloraba la muerte de las ranitas en su hábitat, porque para mí era devastador que tales seres solo fueran una 'parte más' de la cadena.

La sensación de que aquel árbol caería pronto por mi peso, que era excesivo para una pequeña de mi edad. Ya que de las tres niñas que viajábamos, era conmigo, con quien más peso se aguantaba.
El cielo moviéndose, un tanto más lento que mis vueltas en el columpio. Con la gran diferencia de que aquel giro, es el que nos pasa la cuenta de cobra y reajusta todo con la vejez, ese estado que considero miserable para cualquier ser vivo.
Las lágrimas que se escurrían en mis cachetes inmensos, por no saber cómo darle un buen final a las historias. Por siempre destacar aquel papel del villano creado por causalidad, mas no nacido así e identificarme con él.
Mi preocupación de ser tan pequeña y que ni siquiera las personas más cercanas notaran mi presencia. Las veces que fui despreciada en el colegio y lo mucho que me costaba admitir que en parte era mi culpa, porque no sabía lo que hacía, pero por otra parte, la culpa de una sociedad en la que los niños son educados para ser crueles con quien representa una diferencia.
Los cuerpos que envidiaba de cada muñequita que dibujaba, con sus largas cabelleras y cuerpos estilizados. Tan diferentes a mi ombligo salido y mi cabello negro con corte parejo, mi sonrisa de dientes torcidos y de castorcito. Sus ropas a la medida.
En secreto, debajo de las sábanas, tocaba mi barriga y la movía de un lado al otro y por ese entonces pedía a mi amigo imaginario que me ayudara a que aquel aspecto no fuera igual el día siguiente.
La alegría de ver arder bichos en el fuego. Sintiéndolo como una compensación a mis miedos. Y ellos realmente con ninguna culpa ya que nosotros éramos allí los invasores.
Las ideas de querer destruir todas esas historias de amor, por estar completamente convencida de que nunca me pasaría cosa tal como enamorarme y menos que alguien llegase a enamorarse de mí, con mi aspecto y forma de ser tan extraños en esta tierra. Mi gusto renegante de las muestras de cariño a las cuales consideraba todas un acto de hipocresía humana. Las palabras que brotaban tan fuertes e insignificantes que se decían las parejas de esposos campesinos, que laboraban todos los días arduamente para mantener un hogar. Y que a espaldas de su pareja poseían hijos de otras madres o padres.
Quisiera poder decir que extraño mis días de niñez, ahora que lucho contra mi yo veintiunañera y la falta de capacidades que borré al olvidar los sueños que rondaban cuando era menor. Pero la verdad es que no extraño esa infancia en absoluto. Extraño una infancia que creé en mi mente, en la cual amaba viajar a ese sitio y era simplemente feliz. Me olvidaba de 'los problemas' que pasaban en una ciudad llamada Bogotá, a tan sólo dos horas de allí... Es eso lo que realmente quisiera que hubiese pasado. Pero con 11 más encima, aún estoy en ese columpio, mezclando mis lágrimas con la lluvia y sin saber como seguir el curso de la historia, mí historia.
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