Con las manos gélidas, escondidas en mis bolsillos, recorro con mis pies el asfalto. Sigo la luna con la voz y en mi aullido débil acuno la levedad de mis problemas, los cuales constantemente me recuerdan la extrañeza de sentirme humana.
La verdad es que no hago nada más que ser parte de esta irrealidad colectiva.
Pensando bien cada movimiento, miro hacia los lados para atravesar las calle y si bien el lugar de mi destino está definido, no sé cómo es que resulté caminando hasta aquí.
Divagar no es un arte y con el pesimismo subido en la nuca me remito a un celador que atiende en la entrada.
Ya olvidé la última vez que me sentí dichosa por saberme parte del mundo.
Mi cuerpo arrastrado por un movimiento mecánico repite una y otra vez el ciclo. Sube y baja ascensores, medicina, nauseas y una vez más soy minúscula, un remedo de mártir, el manojo más inestable dentro del montón.
Aseguro que alguna vez sentí, pero hoy mis dedos no saben de caricias, no entienden qué hacer cuando alguien les busca a manera de llamar la atención y se contraen, no por miedo, sino por la detestable sensación que aquí nada perdura y que cada poro hace únicamente parte del infinito incomprensible para una mente con un entendimiento tan mediocre como la mía. Sólo eso.
He cambiado y también en un desesperado intento de desligarme de todo sentimiento que vulnere mi voluntad, me he negado de todo, de mí misma. He proyectado una imagen errónea de quien creo ser. No los culpo, he sido yo la encargada de excavar hasta el fondo y no querer desenterrarme. Y es que ¿Para qué encontrarse a sí mismo? Al final, la frustración toma poderío de aquellos que lograron una aproximación a dicho auto descubrimiento, sólo para hallarse más confundidos con respecto a su existencia y asediados por la insoportable soledad que los persigue.
El acto de escribir ha desembocado en una terrible culpa que estoy dispuesta a asumir. Estoy confesando la fragilidad que sucumbe bajo mi propia quimera de mujer. Permanezco ansiosa, esperando algo que sé, no llegará.
Abro la puerta de la habitación, me siento y cierro mis párpados. Sumida en el sueño encuentro mi descanso y el despertar cada vez me cuesta un poco más.
No quiero encarar aquello que tengo en frente, porque no tengo alguien que escuche el llanto de cada madrugada, sin consuelo ni razón definida. Es una angustia constante la que me lleva a desear que todo esto no sea más que una de esas tantas pesadillas que se convertían en pánico pero que al fin y al cabo, no podían regresar la noche siguiente.
Los minutos cuentan a través de mi piel y puedo visualizar mis rasgos con las marcas que la edad dejan. Nada me atormenta más que ese espectro al que me veré reducida en un futuro.
Caminar sin rumbo tomó un sentido no tan literal, que se ha colado en cada una de las acciones cotidianas.
Me pregunto si alguien, alguna vez, se ha sentido tan ausente del aquí y el ahora como yo.
La verdad es que no hago nada más que ser parte de esta irrealidad colectiva.
Pensando bien cada movimiento, miro hacia los lados para atravesar las calle y si bien el lugar de mi destino está definido, no sé cómo es que resulté caminando hasta aquí.
Divagar no es un arte y con el pesimismo subido en la nuca me remito a un celador que atiende en la entrada.
Ya olvidé la última vez que me sentí dichosa por saberme parte del mundo.
Mi cuerpo arrastrado por un movimiento mecánico repite una y otra vez el ciclo. Sube y baja ascensores, medicina, nauseas y una vez más soy minúscula, un remedo de mártir, el manojo más inestable dentro del montón.
Aseguro que alguna vez sentí, pero hoy mis dedos no saben de caricias, no entienden qué hacer cuando alguien les busca a manera de llamar la atención y se contraen, no por miedo, sino por la detestable sensación que aquí nada perdura y que cada poro hace únicamente parte del infinito incomprensible para una mente con un entendimiento tan mediocre como la mía. Sólo eso.
He cambiado y también en un desesperado intento de desligarme de todo sentimiento que vulnere mi voluntad, me he negado de todo, de mí misma. He proyectado una imagen errónea de quien creo ser. No los culpo, he sido yo la encargada de excavar hasta el fondo y no querer desenterrarme. Y es que ¿Para qué encontrarse a sí mismo? Al final, la frustración toma poderío de aquellos que lograron una aproximación a dicho auto descubrimiento, sólo para hallarse más confundidos con respecto a su existencia y asediados por la insoportable soledad que los persigue.
El acto de escribir ha desembocado en una terrible culpa que estoy dispuesta a asumir. Estoy confesando la fragilidad que sucumbe bajo mi propia quimera de mujer. Permanezco ansiosa, esperando algo que sé, no llegará.
Abro la puerta de la habitación, me siento y cierro mis párpados. Sumida en el sueño encuentro mi descanso y el despertar cada vez me cuesta un poco más.
No quiero encarar aquello que tengo en frente, porque no tengo alguien que escuche el llanto de cada madrugada, sin consuelo ni razón definida. Es una angustia constante la que me lleva a desear que todo esto no sea más que una de esas tantas pesadillas que se convertían en pánico pero que al fin y al cabo, no podían regresar la noche siguiente.
Los minutos cuentan a través de mi piel y puedo visualizar mis rasgos con las marcas que la edad dejan. Nada me atormenta más que ese espectro al que me veré reducida en un futuro.
Caminar sin rumbo tomó un sentido no tan literal, que se ha colado en cada una de las acciones cotidianas.
Me pregunto si alguien, alguna vez, se ha sentido tan ausente del aquí y el ahora como yo.